miércoles, 3 de diciembre de 2025

LECTURAS Y MEDITACIÓN DEL DÍA

 



Primera lectura

Lectura del libro de Isaías 25, 6-10a

En aquel día, preparará el Señor del universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos, vinos refinados.

Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo extendido sobre a todas las naciones.

Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros, y alejará del país el oprobio de su pueblo —lo ha dicho el Señor—.

Aquel día se dirá: «Aquí está nuestro Dios.

Esperábamos en él y nos ha salvado.

Este es el Señor en quien esperamos.

Celebremos y gocemos con su salvación, porque reposará sobre este monte la mano del Señor».

Salmo de hoy

Salmo 22, 1-3a. 3b-4. 5. 6 R/. Habitaré en la casa del Señor por años sin término

El Señor es mi pastor, nada me falta:
en verdes praderas me hace recostar;
me conduce hacia fuentes tranquilas
y repara mis fuerzas. R/.

Me guía por el sendero justo,
por el honor de su nombre.
Aunque camine por cañadas oscuras,
nada temo, porque tú vas conmigo:
tu vara y tu cayado me sosiegan. R/.

Preparas una mesa ante mí,
enfrente de mis enemigos;
me unges la cabeza con perfume,
y mi copa rebosa. R/.

Tu bondad y tu misericordia me acompañan
todos los días de mi vida,
y habitaré en la casa del Señor
por años sin término. R/.

Evangelio del día

Lectura del santo evangelio según san Mateo 15, 29-37

En aquel tiempo, Jesús, se dirigió al mar de Galilea, subió al monte y se sentó en él.

Acudió a él mucha gente llevando tullidos, ciegos, lisiados, sordomudos y muchos otros; los ponían a sus pies, y él los curaba.

La gente se admiraba al ver hablar a los mudos, sanos a los lisiados, andar a los tullidos y con vista a los ciegos, y daban gloria al Dios de Israel.

Jesús llamó a sus discípulos y les dijo:
«Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino».

Los discípulos le dijeron:
«¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?».

Jesús les dijo:
«¿Cuántos panes tenéis?».

Ellos contestaron:
«Siete y algunos peces».

Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente.

Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos.

Evangelio de hoy en audio

Reflexión del Evangelio de hoy

“Aquí está nuestro Dios, de quien esperábamos que nos salvara”

Durante la mayor parte del Adviento, nos va a acompañar en la liturgia de la Palabra el profeta Isaías, de quien se ha dicho que es alguien que busca a un Dios “que es santo”. La santidad de Dios describe su modo de ser, pero también su manera de actuar y de relacionarse con los humanos. Sabemos que Dios es santo porque se manifiesta siempre como salvador.

No hay lugar para la precaución y el miedo ante un Dios cuyo proyecto para nosotros rezuma bondad. Él nos quiere alegres y felices, con una felicidad estable y eterna. Esta benévola intención la expresa el profeta con la imagen del magnífico banquete que Dios ha preparado para todos los hombres y mujeres de la Tierra.

Donde está Dios hay futuro (Benedicto XVI). En esta “sociedad del cansancio”, como se ha caracterizado nuestro presente, Dios nos reanima y moviliza en una experiencia personal y comunitaria de esperanza.

La esperanza es posible porque Él levanta el velo que nos impide ver todo lo nuevo que prepara para nosotros. Esperar no es vivir de una ilusión, sino de la profunda convicción de que, a pesar de tantos males como sufrimos nosotros mismos, nuestros hermanos y nuestro mundo, el dolor y la muerte serán vencidos.

El tiempo que nos separa de ese final feliz no es un tiempo para cruzarnos resignadamente de brazos, ni para abandonarnos en la desesperanza. Es un tiempo en el que lo importante es aprender a esperar (E. Bloch).  

“Me da lástima la gente porque no tienen qué comer”

La santidad de Dios se ha encarnado en la compasión de Jesús. Él no sólo es bueno, sino que pasó por el mundo haciendo el bien (Hch 10,38).

Acabamos de comenzar a vivir un nuevo Adviento en el que deseamos y esperamos que Él venga, porque es aún mucho lo que queda por sanar: soberbias, envidias, egoísmos, enemistades, hambres, enfermedades, soledades, violencias…; tantos males, en fin, que siguen lacerando el mundo y nuestro propio mundo interior.

Acudimos a Él porque nos sentimos muy limitados a la hora de afrontar los males propios y los ajenos. Las mismas instituciones sociales y políticas que nacieron, al menos teóricamente, para llegar allí donde no llegamos los particulares, se muestran con excesiva frecuencia tan grandilocuentes como ineficaces.

Es importante, no obstante, no perder la confianza, no olvidar nuestras responsabilidades cara al bien común, y mantener la fe y la esperanza en la fertilidad de nuestros dones por pequeños que sean.

De todo esto nos habla la narración de Mateo. En medio del monte y de una gran masa de gente, descuellan dos protagonistas: Jesús, solícito y compasivo, y los discípulos a quienes pide sus siete panes y sus pocos peces que, una vez multiplicados por su bendición y acción de gracias, les encomienda que los repartan a la gente.

Se trata de una comida más de Jesús. Los evangelios han guardado el recuerdo del valor salvífico de esas comidas. En ellas no se trataba solo de satisfacer una necesidad biológica, sino de expandir profundos sentimientos humanos: sentirse comensales, reconocerse los unos a los otros, abrirse a nuevas amistades, compartir recuerdos del pasado y proyectos para el futuro, disfrutar los bienes que Dios crea y conserva para nosotros.

Las comidas de Jesús no son para un grupo selecto de invitados. Incluyen a todos, incluso a los pecadores. Este modo de proceder del Señor escandalizó a muchos: “¿Cómo es que come con los publicanos y los pecadores?” (Mc 2,15-16). Son signos del amor del Padre a los invitados, generando fraternidad.

El otro protagonista, los discípulos. Entregan y reparten, dan y sirven, presentan y comparten: en esos binomios está la médula de la identidad cristiana.Seguimos a Jesús si ponemos en sus manos lo que somos y tenemos, dejándo que Él lo plenifique, y desbordándonos luego en el servicio a los otros.

Las palabras de Jesús cuando toma los dones de los discípulos, da gracias, los parte y los va dando…, nos recuerdan la Eucaristía. Es la más significativa comida de Jesús cuando, cenando con los suyos, les encarga reiterar ese gesto sagrado para recordar cómo había sido su vida y su entrega. Y una invitación para lo que será el banquete del Reino.

Los cristianos acudimos con frecuencia a la Eucaristía, pero necesitamos revalorizar ese encuentro, sin reducir nuestra presencia al cumplimiento de un deber ritual. Es el escenario de un intercambio de dones y de una aceptación de responsabilidades. Una ocasión de experimentar que el Padre sigue queriendo contar con cada uno de nosotros para hacer avanzar su Reino.

 

¿Creemos que Dios interviene en nuestras vidas para salvarnos, dándonos sentido y proponiéndonos metas, perdonando nuestros fracasos y manteniendo nuestra esperanza en su Reino?

Ante tantas necesidades de nuestros hermanos y hermanas, sin desanimarnos por la poca importancia de lo que cada uno podemos hacer ¿creemos en la solidaridad, con la que Dios nos pone al servicio de todos y multiplica el resultado de nuestras pequeñas entregas?

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