miércoles, 29 de mayo de 2013

LECTURAS Y MEDITACIÓN DEL DÍA




Jueves de la octava semana del tiempo ordinario

Libro de Eclesiástico 42,15-25.
Voy ahora a recordar las obras del Señor, y a contar lo que he visto: las obras del Señor salieron de sus palabras, conforme a sus decisiones.
Así como el sol ilumina todo lo que está a la vista, así la obra del Señor está llena de su gloria.
Explicar este mundo de maravillas es una cosa que le queda grande aun a los santos del Señor. Porque el Señor, Dueño del Universo, le dio consistencia en su propia gloria.
El sondea tanto los abismos del mar como los espíritus de los hombres; él ve claro en sus proyectos. El Altísimo conoce todo lo que se puede saber: conoce los signos de los tiempos.
Dice lo que ha sido y lo que será, descubre las huellas de las cosas pasadas.
Ni un pensamiento se le escapa, ni una palabra se le oculta.
Dispuso armoniosamente las obras maestras de su sabiduría, tales como han sido siempre y lo serán; no ha recurrido a ningún consejero; nada podría añadírseles o quitárseles.
¡Qué hermosas son todas sus obras¡; qué encanto contemplar hasta la más pequeña chispa!
Todo eso vive y dura para siempre, todo obedece en todo momento.
Todas las cosas van de a par, una enfrentando a la otra; el Señor no ha hecho nada imperfecto.
Una destaca a la otra: ¿quién se cansará de contemplar su gloria?


Salmo 33(32),2-3.4-5.6-7.8-9.
Denle gracias, tocando la guitarra,
y al son del arpa entónenle canciones.
Entonen para él un canto nuevo, acompañen la ovación con bella música.
Pues recta es la palabra del Señor,
y verdad toda obra de sus manos.

El ama la justicia y el derecho,
y la tierra está llena de su gracia.
Por su palabra surgieron los cielos, y por su aliento todas las estrellas.
Junta el agua del mar como en un frasco, y almacena las aguas del océano.

Tema al Señor la tierra entera, y tiemblen ante él sus habitantes,
pues él habló y todo fue creado, lo ordenó y las cosas existieron.


Evangelio según San Marcos 10,46-52.
Llegaron a Jericó. Al salir Jesús de allí con sus discípulos y con bastante más gente, un ciego que pedía limosna se encontraba a la orilla del camino. Se llamaba Bartimeo (hijo de Timeo).
Al enterarse de que era Jesús de Nazaret el que pasaba, empezó a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí!»
Muchas personas trataban de hacerlo callar. Pero él gritaba con más fuerza: «¡Hijo de David, ten compasión de mí!»
Jesús se detuvo y dijo: «Llámenlo.» Llamaron, pues, al ciego diciéndole: «Vamos, levántate, que te está llamando.»
Y él, arrojando su manto, se puso en pie de un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le preguntó: «¿Qué quieres que haga por ti?» El ciego respondió: «Maestro, que vea.»
Entonces Jesús le dijo: «Puedes irte, tu fe te ha salvado.» Y al instante pudo ver y siguió a Jesús por el camino.
 
 
MEDITACIÓN
 
“¿Qué quieres que haga por ti?”
“¡Venid! Subamos al monte del Señor, a la casa del Dios de Jacob, y nos enseñará sus caminos” (Is 2,3). Vosotros, las intenciones, deseos intensos, voluntad y pensamientos, afectos y todas las energías del corazón, venid, escalemos el monte, lleguémonos al lugar donde el Señor ve y se hace ver. Pero vosotros, preocupaciones, solicitaciones e inquietudes, trabajos y servidumbres, esperadnos aquí... hasta que, apresurándonos hacia este lugar, regresemos junto a vosotros después de haber adorado (cf Gn 22, 5). Porque será necesario regresar, y desgraciadamente, demasiado pronto.

Señor, Dios de mi fuerza, vuélvenos hacia ti, “restáuranos, que brille tu rostro y nos salve” (Sal 79,20). Pero, Señor, ¡cuán prematuro, temerario, presuntuoso, contrario a la norma dada por la palabra de tu verdad y de tu sabiduría, es pretender ver a Dios con corazón impuro! Oh bondad soberana, bien supremo, guía de corazones, luz de nuestros ojos interiores, por tu bondad, Señor, ten piedad.

¡He aquí mi purificación, mi confianza y mi justicia: la contemplación de tu bondad, Señor bondadoso! Tú, Dios mío, dices a mi alma como solo tú lo sabes hacer: “Tu salvación soy yo” (Sal 34,3). Rabboni, maestro y aleccionador soberano, tú, el único doctor capaz de hacerme ver lo que deseo ver, di a este ciego mendigo: “¿Qué quieres que haga por ti?” Y tú, que me das esta gracia, sabes bien..., con qué fuerza mi corazón exclama: “¡Te he buscado, Señor; buscaré siempre tu rostro! No me escondas tu rostro” (Sal 26,8).
 

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